Antuene

Después de aquel lúgubre día de Septiembre me mudé al barrio Saint Germain, muy cerca de Doña Anastasia, mi madre adoptiva. El café que tanto había soñado fue construido por los chicos de la fraternidad. Comenzó siendo un pasillo bohemio de tres mesas y cocina diminuta hasta convertirse en lo que ves hoy: uno de los sitios más frecuentados de la ciudad. Luxemburgo sigue siendo mi lugar favorito, sobre todo en verano, pues Mathi juega con los niños y yo aprovecho para disfrutar del bullicio, el romance de los enamorados, las flores, el follaje de los arboles y la quietud de los ancianos mientras leen el periódico con ese ademán nostálgico propio de la senectud. Fue allí, frente a Santa Genoveva, donde juró amarme eternamente. Éramos tan jóvenes y rebeldes que no avistamos el futuro. Sus padres jamás me aceptaron. No querían bastardos mestizos. Mucho menos compartir el oxígeno con una mujer que hablaba de ancestros, de la tierra y sus espíritus divinos. Muy poco recuerdo de aquella noche en que fuimos embestidos por cuatro hombres armados hasta los dientes. Solo sé que desperté con la cara ensangrentada, el cuerpo adolorido y semi desnudo en las afueras de L’Eglise Saint-Germain des Pres. Antuene ya no estaba. Han transcurrido siete años y catorce días de ausencia.

Liena T. Flores

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