Hoy han vuelto los recuerdos de aquella tarde calurosa de Agosto. La hacienda se engalanaba para recibir al niño Antonio, el primogénito de Don Andrés. Mamá Francisca vistió las mesas con manteles de lino bordado y colocó flores silvestres en cada jarrón de la casa. Don Andrés hizo traer desde La Habana un cargamento de licores importados desde España y como si fuera poco una carreta enorme con las mejores frutas de Baracoa. Dona Tereza como de costumbre lanzaba aullidos por toda la casa y solo hablaba de las porcelanas chinas y los cubiertos de plata. Las niñas Pilar y Rosita vestidas con hermosos trajes de seda azul esperaban pacientemente la llegada del hermano mayor en el columpio del portal mientras que la servidumbre se encargaba de que cada espacio estuviese impecable para la fiesta.
Gracias a Olofi pude presenciar los preparativos de cerca. Don Andrés permitió que la negrada trabajara hasta el mediodía y nos dio licencia para celebrar en el barracón según nuestras costumbres. Esa noche tocamos los tambores batá, comimos ajiaco, serensé y mucha carne acompañada de sambumbia y agua ardiente. Justo antes de que el sol se perdiera tras las montañas llegó llegó el Niño Antonio. Con aires de otros mundo descendió del carruaje sin prisa. Observó todo a su alrededor y se lanzó a los brazos de Mamá Francisca que estaba plantada como palma real al lado de los señores. Juro por mis Santos que su retorno me devolvió la vida.
Regresé al barracón feliz, con la mirada perdida, con la cabeza resucitando sueños. Un rato después llegué al bembé. Quién sabe cuánto agua ardiente había tomado cuando de repente apreció Antonio entre tanta algarabía. Habían pasado cinco años desde que viajó a Europa para estudiar leyes pero seguía siendo el mismo joven amoroso y jovial de siempre. Sus manos de nácar, suaves y finas se entrelazaron con las mías, que en contraste estaban destrozadas por el uso del machete. Yo había esperado tanto este momento que olvide ser una negra esclava. Corrimos al río como otras tantas veces y fue sin dudas la mejor noche de mi vida. Nada fue fácil. Pero su amor bastó para hacerme libre.
Hace un par de meses sus ojos aceitunas se cerraron para siempre. Me dejó con todo este amor y con las memorias de la vida que compartimos durante los últimos cuarenta años. Aún lo veo en el jardín, cepillando los caballos del establo, o velando mi siesta desde el sillón de la alcoba. Solo espero que uno de estos días me abrace tan fuerte como pueda para que al fin crucemos juntos el puente que ya han cruzado mis ancestros, mamá Francisca, Dona Tereza y Don Andrés.
Liena Tamayo Flores ®️
Crédito de Fotografía: Tomada de la Web